martes, 31 de diciembre de 2013

EL YONQUI: MUÑECO DE LA SOCIALDEMOCRACIA.

 Las masas juveniles del mundo - decía Francisco Umbral en 1972 (Amar en Madrid, ed. Planeta)- se han ido desplazando del dogma revolucionario hacia un anarquismo literario, irracionalista, contracultural y mágico. Este trasvase de las energías revolucionarias hacia la contracultura ha definido la interacción entre los sistemas políticos y su devenir en la segunda mitad del siglo XX. Es un transvase en varios sentidos porque la transgresión en el trato entre los cuerpos, con las sustancias psicotrópicas y las formas artísticas, ha acompañado y animado a menudo las reivindicaciones políticas revolucionarias. Parece lógico asociar un modo alternativo de afrontar la sexualidad, las drogas o el arte con un modo distinto de encarar la política. Las líneas de afinidad subrayan aspectos como  la cooperación entre generaciones y pueblos y los planteamientos subversivos.  Curiosamente estas afinidades son a menudo detectadas por quienes pasaron su juventud bajo un régimen comunista  y detectan rastros de su propia experiencia en las formas alternativas y comunitarias actuales de encarar problemas públicos a través de todo tipo de movimientos vecinales, comunitarios y asamblearios.

Sin embargo la relación entre contracultura y revolución no ha estado exenta de líneas de tensión. La contracultura pone en cuestión los movimientos revolucionarios no mediante una crítica sistemática, sino más bien por un cambio de campo de visión, de foco de atención, acompañado de una perdida de interés. Esta mirada lateral que puede detectarse ya con el movimiento beatnik en los años cincuenta tiene un impacto histórico tremendo si se tiene en cuenta que supuso restar algunas de las fuerzas más dinámicas y creativas a unos partidos comunistas que tras la II Guerra Mundial y con el prestigio bélico de la URSS aún fresco contaban con una implantación social importante en Occidente y una ambición concreta de alcanzar el poder (véase para el Reino Unido, lo que dejan translucir de las reuniones locales del Partido Comunista novelas como El Cuaderno  Dorado de Doris Lessing o El Espía que Vino del Frío de John Le Carré ).

 Las posibilidades de la contracultura para erosionar el impulso revolucionario fueron exploradas a fondo en la guerra fría, como en los programas de promoción cultural financiados por la CIA en Europa Occidental que ponían el acento en la abstracción, el jazz, la música dodecafónica y la literatura más arriesgada desde el punto de vista formal.  Desde el bloque soviético se había ayudado a levantar esa diana al distanciarse o condenar las vanguardias cuya abstracción formal se consideraba desconectada de la realidad social. 

La interacción entre contracultura y revolución adopta un antagonismo especial en relación con las drogas.  La juventud socialista, al menos en Europa central, apenas estuvo expuesta a las sustancias sicotrópicas, incluso en las epocas de su auge en Occidente. Sí se daba en cambio un uso extenso e intensivo de las drogas autorizadas como alcohol y tabaco. Sin embargo, distintas organizaciones revolucionarias que operaban en Occidente - a menudo de carácter nacionalista como la ETA o el IRA y por tanto preocupadas no solo por la revolución sino por la exaltación patria- ejecutaron camellos como forma de evitar que los jóvenes, cediendo a los placeres de la droga, flaqueasen en el impulso revolucionario. De hecho acusaban a las fuerzas del orden del Reino Unido y de España de promover la droga en Irlanda del Norte y el País Vasco, respectivamente. La CIA y la ETA trataban de evitar la distracción representada por las drogas, del mismo modo que las instituciones educativas católicas fomentaban el deporte como forma de alejar a los chicos del sexo. Los objetos de deseo que se trataba de subliminar eran la revolución y el sexo, respectivamente, mediante los agentes distractores de la droga y el deporte.   

Quizá la heroína represente la mayor de las distracciones tanto por la intimidad física que entraña su administración intravenosa como por el grado de dependencia que desencadena.  El reflejo de la intensidad de su lazo se refleja en las comunidades cerradas de usuarios que genera. El apelativo de yonqui viene a definir, más que un estilo de vida, un destino común e inequívoco y una condena social.  Se trata del desafío más fuerte al compromiso revolucionario puesto que supone una metamorfosis radical, metabólica, que guarda conexiones simbólicas fuertes con la comunión eucarística y la vampírica.  La contraposición simbólica juega también en el plano externo/ interno, confirmando la visión de pastores y filósofos que predican que la verdadera revolución es interna. El asalto al Palacio de Invierno tiene su reflejo inverso en el asalto a la propia interioridad/intimidad representado por la intromisión de la aguja en la vena.

Si en el sistema socialista la droga no autorizada no existe, un planteamiento puramente liberal y capitalista evitaría la regulación estatal del uso de las sustancias sicotrópicas. Todas estarían al alcance del público que las usaría por su cuenta y riesgo.   La socialdemocracia intentaría situarse en el centro. No legaliza el uso de las drogas pero trata a los usuarios, intenta rehabilitarlos a través de programas de desintoxicación y, si no hay perspectivas para abandonar el consumo, les facilita programas paliativos en que el sistema público administra las sustancias prohibidas.  El yonqui deviene un objeto en manos del sistema que lo cuida, le facilita jeringuillas, una sustancia u otra y la dosis que le corresponde.  Como sucede en otros campos, la socialdemocracia convierte al ciudadano en muñeco manejado por el sistema a través de su red de regulaciones. En algunas ciudades como Ginebra la asimilación deviene especialmente gráfica.  La casa de muñecas está bien a la vista y en un edificio de colores abierto al público, el 9, se asea a los muñecos, se les da de comer y beber y cambia de ropita antes de suministrarles la dosis que les corresponda.

Cabría pensar que el dialogo cultural relevante en nuestra época tiene lugar entre un desencantado y un yonqui, como dos formas distintas de evitar el compromiso revolucionario e incluso cualquier compromiso político fuerte. (El yonqui deviene un paradigma social más allá de la droga, es el que quiere siempre más de algo que sabe parcial, el  que está dispuesto a construirse sobre esa parcialidad (condición y aspecto físico; dinero; deporte; poder sobre terceros) sin querer darse cuenta que el sistema usa su dedicación compulsiva para sus propios fines).  Entre el yonqui y el desencantado, con un fondo de empresarios oportunistas, obreros marginalizados y políticos corruptos, se entabla el diálogo de nuestro tiempo. Es un dialogo de sordos porque cada uno está solo interesado en sí mismo, en sus sentimientos el desengañado y en sus sensaciones (el paso de la euforia a la resaca y viceversa) el yonqui. Distintos navegantes del propio pulso.


Ni uno ni otro son ajenos a la idea de un cambio social regenerativo. El desencanto sobreviene al que busca en la revolución una ampliación constante de las expectativas, sin darse cuenta que unas cierran el paso a otras y que la suspensión continúa de todas las posibilidades lleva a dibujar un horizonte sin ninguna de ellas. Pasa por tanto de la ilusión sin limite a la desesperanza sin fondo. El adicto quiere concretar en una sola todas las posibilidades y busca la que de forma más definitiva, radical y concreta (la sustancia inyectada en su propio cuerpo) encierra a las demás. Es una forma de materializar una posibilidad que elimina cualquier otra. En lugar de representar y reflejarlas a todas acaba descubriendo la que las anula.