El tigre de Borja Vilallonga, publicado por la Editorial Empúries, llama la atención por el vertiginoso periplo de su protagonista, el joven Adrià, que pasa por distintas confesiones protestantes, la masonería, el catolicismo y el Occupy Wall Street antes de decantarse por una devoción dionisiaca, inspirada por Nietszche.
Frente a los gozos de la fe, más intensos cuanto más numerosos y variados, la penitencia de la psiquiatría en sus peores versiones químicas, quirurgicas y carcelarias. La sucesión de espacios asociados a la reflexión religiosa del protagonista conforma un insólito trayecto devocional, una suerte de dislocado Via Crucis que recorre apartamentos de la clase alta neoyorquina, edificios ocupados, seminarios, logias masónicas, siquiátricos, bosques y pueblos alpinos. La evolución del pensamiento de Adrià, definida con un trazo enérgico, se sobrepone a los espacios, como si en cada estación devocional el protagonista encontrara un espejo.
Impresiona la erudición teológica que se despliega en la novela, pero para Adrià, el despojamiento final vale por todos los rezos previos. Como si llegado a un punto, en la montaña alpina, Adrià dejara de verse.
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