Se presenta como una novela y no digo que no lo sea. Es también una colección de 8 historias levemente hilvanadas que proyectan un esclarecedor y divertido análisis del trabajo de oficina en Naciones Unidas, y, con menor detalle, de las tareas sobre el terreno. Publicada en 1967, el texto no ha envejecido aunque la ONU sí, y el idealismo institucional y el de sus trabajadores se ha mitigado considerablemente. Eso sí, mucho de lo que se cuenta es aplicable al trabajo de oficina de otras organizaciones, públicas y privadas.
Siempre me ha llamado la atención el contraste entre el tiempo que pasamos en la oficina y la poca ficción que le dedicamos, hasta el punto que la ficción podría definirse como el horizonte que se dibuja más allá del escritorio. De Melville y Eliot a Kafka o Walser, pasando por Pessoa o Svevo, la nómina de escritores oficinistas es larga, aunque raramente se ocupan, al menos de forma explicita, de los dramas y comedias que encierran los cristales translucidos de las oficinas. Walser ha descrito muy bien como la restricción del tiempo y espacio de la oficina impulsa la imaginación. Aunque lo suele hacer lejos, con lo que el oficinista se fija más en los Leviatanes de mares exóticos que en los del despacho contiguo. Shirley Hazzard (igual que Melville) se atreve con todo tipo de monstruos. La elegante y combativa escritora del New Yorker, ciudadana dilecta de Capri y esposa del crítico Steegmuller, fue antes, durante más de diez años, oficinista en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York.
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