Es el nombre que lleva escrito sobre el blindaje un tanque Sherman que combate en las postrimerías de la II Guerra Mundial contra los nazis. Es una película escrita y dirigida por David Ayer con un excelente plantel de actores. A mi juicio, es una película sincera, que presenta sus argumentos sin engaño y da al espectador espacio para el desacuerdo. Aquí va el mío.
Como sucede en tantas películas del Oeste y bélicas de Estados Unidos, desde Platoon a Sin Perdón, la violencia se presenta bajo un prisma individual y moral. No importa la conexión de la tripulación del tanque con el conjunto de las operaciones bélicas. El tanque los aísla del mundo. La tripulación recorre un paisaje modelado por una violencia que se asemeja a un fenómeno natural en su ausencia de contexto y justificación. La figura mesiánica del sargento los guía, presentándoles distintos dilemas morales. Este personaje es capaz de disparar a un soldado desarmado por la espalda para explicar a su equipo la diferencia entre la moral y la Historia. Miente. En realidad el sargento no contempla la Historia más que como escenario para la expresión de una epopeya individual, en este caso su propia expiación y sacrificio, aunque arrastre con ello a sus subordinados, por las culpas del pueblo alemán del que procede.
Esta justificación moral para asesinar a sangre fría o masacrar inútilmente a sus hombres en el combate final puede parecer más justificada que los crímenes sostenidos por la logística y la estrategia, como la tan citada imposibilidad de tomar prisioneros en determinados contextos, ¿pero lo es realmente? Da la impresión de que el idealismo grandilocuente precisa de su negación brutal para subsistir, y a la inversa. El creyente cae y vuelve a levantarse, se levanta porque ha caído antes, y porque está en pié, vuelve a caer. Al final todo queda reconciliado en un combate final que ofrece la epifanía del más reconcentrado individualismo. El sargento estaba dando un rodeo pero ya vuelve sobre sí. No quiere saber de refuerzos ni de encarar al enemigo porque la batalla es interior. Se trata de la pelea como forma de negarse a conectar con otros, propios o ajenos, de resistir solo, dentro de sí, revestido del acero de la propia voluntad, porque, claro está, el despiadado sargento habla el lenguaje de Dios. Sólo había caído para levantarse.
Como sucede en tantas películas del Oeste y bélicas de Estados Unidos, desde Platoon a Sin Perdón, la violencia se presenta bajo un prisma individual y moral. No importa la conexión de la tripulación del tanque con el conjunto de las operaciones bélicas. El tanque los aísla del mundo. La tripulación recorre un paisaje modelado por una violencia que se asemeja a un fenómeno natural en su ausencia de contexto y justificación. La figura mesiánica del sargento los guía, presentándoles distintos dilemas morales. Este personaje es capaz de disparar a un soldado desarmado por la espalda para explicar a su equipo la diferencia entre la moral y la Historia. Miente. En realidad el sargento no contempla la Historia más que como escenario para la expresión de una epopeya individual, en este caso su propia expiación y sacrificio, aunque arrastre con ello a sus subordinados, por las culpas del pueblo alemán del que procede.
Esta justificación moral para asesinar a sangre fría o masacrar inútilmente a sus hombres en el combate final puede parecer más justificada que los crímenes sostenidos por la logística y la estrategia, como la tan citada imposibilidad de tomar prisioneros en determinados contextos, ¿pero lo es realmente? Da la impresión de que el idealismo grandilocuente precisa de su negación brutal para subsistir, y a la inversa. El creyente cae y vuelve a levantarse, se levanta porque ha caído antes, y porque está en pié, vuelve a caer. Al final todo queda reconciliado en un combate final que ofrece la epifanía del más reconcentrado individualismo. El sargento estaba dando un rodeo pero ya vuelve sobre sí. No quiere saber de refuerzos ni de encarar al enemigo porque la batalla es interior. Se trata de la pelea como forma de negarse a conectar con otros, propios o ajenos, de resistir solo, dentro de sí, revestido del acero de la propia voluntad, porque, claro está, el despiadado sargento habla el lenguaje de Dios. Sólo había caído para levantarse.
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